Tenía
la vista puesta en la pantalla plana del ordenador cuando reconocí aquella voz masculina
que procedió a saludarme;
–Buenos
días, Alma. –Jared asomó la cabeza por la puerta entreabierta de mi despacho y
esbozó una sonrisa leve, hacía lo mismo cada día.
–Buenos
días, Jared. –Sonreí también sin poder evitarlo, frunciendo suavemente los
labios mientras estiraba las comisuras tímidamente hacia arriba. –Pasa, no te
quedes ahí. –Señalé a la puerta que lo cubría casi al completo con un
movimiento de cabeza.
Jared
obedeció y se adentró en el luminoso despacho, con las manos metidas en los
bolsillos de su pantalón azul marino ligeramente ajustado y se acercó a mí, quedando
justo frente a mi robusto escritorio.
–¿Te
apetece un café? –Me preguntó a pesar de que íbamos cada día a tomarlo, cada
día juntos.
Por eso me encantaba mi trabajo.
A
veces me planteaba la opción de que Jared hacía eso –me aguantaba–, por simple
compromiso, para no abandonarme del todo y evitar que me abriese las venas por
él. Quizás para sentirse menos culpable por lo que me hizo.
–¿Te
apetece a ti? –Me incliné hacia adelante suavemente, posando los codos en el
escritorio de madera oscura y alzando los ojos hacia él.
–Mucho.
Te he echado de menos este fin de semana. –¿Por
qué hacía eso? Jesús…
–Qué
novedad. –Arqueé las cejas con suavidad, chasqueando la lengua acto seguido y
negando después con la cabeza de forma lenta, descendiendo la mirada desde sus
ojos claros hasta mis manos enlazadas encima del escritorio. Reparé en la
alianza de oro que aún rodeaba mi dedo anular y apreté las manos con algo más
de fuerza.
–No
quiero molestarte, Alma, de verdad… Si no quieres venir, no te preocupes. –Se
encogió de hombros y dio un paso hacia atrás.
No, por Dios.
–Sí
quiero. –Musité al momento sin poder evitarlo, levantándome de la mullida silla
del despacho y desarrugándome el ajustado vestido borgoña de manga francesa que
el día de hoy traía puesto.
Alcancé
mi bolso de un rincón del escritorio y golpeé el suelo con mis tacones negros
de punta fina hacia Jared, posicionándome a su lado y dejando que me abriese la
puerta de mi propio despacho para que pasara frente a él.
Me
agradaba arreglarme un poco más para ir al trabajo, pues aparte de ser la
imagen (la redactora jefe) de la revista más importante del país, Jared también
trabajaba allí y me veía cada día y como Thomas decía, intentaba mostrarle que
no por perder a un marido, el mundo se había acabado –aunque así me lo pareciese
–, por eso me comportaba de aquella forma tan… a la defensiva. Realmente quería
saltar a sus brazos, responderle al beso que me daba en la mejilla cuando
salíamos de la cafetería para volver a nuestro puesto de trabajo. Poder
comportarme con él de una forma más… como antes, tal y como antes. Pero no
podía, nada era como antes, absolutamente nada, aunque así quería él que lo
viese, quería que me comportara como su amiga, la amiga que era justo antes de
que me pidiera salir aún en la universidad y justo antes de que me pidiera
matrimonio siete años y medio atrás. Él continuaba comportándose igual de dulce
y cortés, como siempre lo había hecho, y definitivamente eso no era bueno para
mí, no, no lo era.
Tras
unirnos al ambiente cálido con olor a grano seco de café del local, nos
dirigimos hacia la mesa, nuestra mesa, siempre nos habíamos sentado allí y por
el momento no estaba mal.
–¿Lo
de siempre? –Preguntó él una vez se hubo sentado en su asiento frente a mí.
Yo
asentí con simpleza y alcé una mano para echarme un mechón de pelo rubio tras
la oreja.
Jared
volvió a levantarse de donde se hallaba sentado para dirigirse con tranquilidad
a pedir los cafés y mi mirada fue directa a aquél trasero suyo, casi
imperceptible a pesar de llevar aquellos pantalones azules marino un tanto
ajustados, pues su complexión era algo delgada, sólo yo en aquella cafetería
sabía cómo lucía aquél adonis sin ropa, y aquello me hizo sentir inútilmente
importante.
Subí
la mirada por su ancha espalda mientras se inclinaba en la barra, hablando con
el camarero de forma despreocupada. La camisa blanca se le pegaba a la piel de
una forma insoportable, podía percibir los músculos de sus hombros sin tan
siquiera hacer uso de mi imaginación o recuerdos.
No
pude evitar morderme el labio con fuerza, quizá demasiada, y justo entonces él
se giró con bandeja en mano, emprendiendo de nuevo el camino hacia donde me
encontraba.
No
tardó en llegar hacia allí y sentarse frente a mí, sonriéndome de forma leve
acto seguido.
Agarré
mi taza de café y fruncí los labios también en una sonrisa leve, quizá algo
forzada.
–¿Sigues
yendo a terapia? –Se atrevió a preguntarme él.
–Sí.
–Ni siquiera alcé la mirada del líquido oscuro que humeaba bajo mi rostro.
–No
te hace falta, Alma. –Susurró él inclinándose un poco hacia mí y acto seguido
sentí como presionaba sus labios contra mi frente de forma lenta.
No
dije nada más, claro estaba que sí necesitaba terapia. A la semana de que Jared
se llevase la última camisa de casa me diagnosticaron depresión después de que
Alicia casi me llevara de la oreja al hospital. Si hubiese sido a la inversa yo
también lo habría hecho. Llevaba dos días metida en la cama, alimentándome a
base de oxígeno y saliva, bañada en mis propias lágrimas y enrollada en las
sábanas en las que él había dormido por última vez, donde había derramado su
último suspiro antes de mirarme a los ojos y decirme que se largaba con otra.
Necesitaba
ir a visitar a Thomas de lunes a jueves si no quería terminar o con las venas
abiertas o en el infrapeso.
–¿Qué
tal con Verónica? –Le pregunté con «dos cojones» y alcé la vista al fin,
clavándola esta vez en aquellos redondos ojos en los que me derretía.
–¿Qué
más da? –Preguntó él frunciendo el ceño suavemente y ladeó el rostro muy suave.
–No
sé… –Me encogí de hombros lentamente, volviendo a atrapar mi labio inferior
entre mis dientes sin tan siquiera ser consciente de ello.
–¿De
verdad quieres saberlo? –Alzó una mano para acariciarse el mentón con las yemas
de los dedos por escasos segundos.
–No.
–Tragué saliva y me dispuse a tomar de mi taza un sorbo del café.
Vi
como asentía lentamente mientras dirigía la vista a su taza de capuchino.
No
estoy segura de si eran mis intensas ganas de ello, o si realmente Jared no
parecía estar tan feliz como decía con Verónica.
Siete
años de matrimonio me habían dado para aprender un par de cosas de Jared, una
de ellas la ponía en práctica muy a menudo cuando hablábamos. Solía carraspear
la garganta muy bajo cuando deseaba decir algo pero no podía y conmigo lo hacía
continuamente. Lo acababa de hacer.
Posiblemente
estaría pensando en decirme: «Ni te imaginas lo bien que la chupa, Alma», pero seguramente
habría pensado en la posibilidad de que intentara hacer cualquier barbaridad y
por ello carraspeaba de aquella forma.
Mi
relación con Jared era un tanto… incómoda desde mi perspectiva.
Es
como si cada vez que nos mirásemos o interactuásemos algo en mi cabeza
parpadeara recordándome que me había acostado cientos de veces con aquél
hombre, que había sido testigo primario de sus embestidas y primera audiencia
de alaridos de placer casi guturales que resonaban más allá de la lluvia
nocturna.
Todo
aquello hacía que hablar con él fuese un poco más vergonzoso, quizás demasiado
tentador o tal vez jodidamente anhelante.
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JARED. |
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