jueves, 6 de noviembre de 2014

CAPÍTULO 2º.

Tenía la vista puesta en la pantalla plana del ordenador cuando reconocí aquella voz masculina que procedió a saludarme;

–Buenos días, Alma. –Jared asomó la cabeza por la puerta entreabierta de mi despacho y esbozó una sonrisa leve, hacía lo mismo cada día.
–Buenos días, Jared. –Sonreí también sin poder evitarlo, frunciendo suavemente los labios mientras estiraba las comisuras tímidamente hacia arriba. –Pasa, no te quedes ahí. –Señalé a la puerta que lo cubría casi al completo con un movimiento de cabeza.

Jared obedeció y se adentró en el luminoso despacho, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón azul marino ligeramente ajustado y se acercó a mí, quedando justo frente a mi robusto escritorio.

–¿Te apetece un café? –Me preguntó a pesar de que íbamos cada día a tomarlo, cada día juntos. 

Por eso me encantaba mi trabajo.
A veces me planteaba la opción de que Jared hacía eso –me aguantaba–, por simple compromiso, para no abandonarme del todo y evitar que me abriese las venas por él. Quizás para sentirse menos culpable por lo que me hizo.

–¿Te apetece a ti? –Me incliné hacia adelante suavemente, posando los codos en el escritorio de madera oscura y alzando los ojos hacia él.
–Mucho. Te he echado de menos este fin de semana. –¿Por qué hacía eso? Jesús…
–Qué novedad. –Arqueé las cejas con suavidad, chasqueando la lengua acto seguido y negando después con la cabeza de forma lenta, descendiendo la mirada desde sus ojos claros hasta mis manos enlazadas encima del escritorio. Reparé en la alianza de oro que aún rodeaba mi dedo anular y apreté las manos con algo más de fuerza.

–No quiero molestarte, Alma, de verdad… Si no quieres venir, no te preocupes. –Se encogió de hombros y dio un paso hacia atrás.

No, por Dios.

–Sí quiero. –Musité al momento sin poder evitarlo, levantándome de la mullida silla del despacho y desarrugándome el ajustado vestido borgoña de manga francesa que el día de hoy traía puesto.

Alcancé mi bolso de un rincón del escritorio y golpeé el suelo con mis tacones negros de punta fina hacia Jared, posicionándome a su lado y dejando que me abriese la puerta de mi propio despacho para que pasara frente a él.
Me agradaba arreglarme un poco más para ir al trabajo, pues aparte de ser la imagen (la redactora jefe) de la revista más importante del país, Jared también trabajaba allí y me veía cada día y como Thomas decía, intentaba mostrarle que no por perder a un marido, el mundo se había acabado –aunque así me lo pareciese –, por eso me comportaba de aquella forma tan… a la defensiva. Realmente quería saltar a sus brazos, responderle al beso que me daba en la mejilla cuando salíamos de la cafetería para volver a nuestro puesto de trabajo. Poder comportarme con él de una forma más… como antes, tal y como antes. Pero no podía, nada era como antes, absolutamente nada, aunque así quería él que lo viese, quería que me comportara como su amiga, la amiga que era justo antes de que me pidiera salir aún en la universidad y justo antes de que me pidiera matrimonio siete años y medio atrás. Él continuaba comportándose igual de dulce y cortés, como siempre lo había hecho, y definitivamente eso no era bueno para mí, no, no lo era.


Tras unirnos al ambiente cálido con olor a grano seco de café del local, nos dirigimos hacia la mesa, nuestra mesa, siempre nos habíamos sentado allí y por el momento no estaba mal.

–¿Lo de siempre? –Preguntó él una vez se hubo sentado en su asiento frente a mí.

Yo asentí con simpleza y alcé una mano para echarme un mechón de pelo rubio tras la oreja.
Jared volvió a levantarse de donde se hallaba sentado para dirigirse con tranquilidad a pedir los cafés y mi mirada fue directa a aquél trasero suyo, casi imperceptible a pesar de llevar aquellos pantalones azules marino un tanto ajustados, pues su complexión era algo delgada, sólo yo en aquella cafetería sabía cómo lucía aquél adonis sin ropa, y aquello me hizo sentir inútilmente importante.
Subí la mirada por su ancha espalda mientras se inclinaba en la barra, hablando con el camarero de forma despreocupada. La camisa blanca se le pegaba a la piel de una forma insoportable, podía percibir los músculos de sus hombros sin tan siquiera hacer uso de mi imaginación o recuerdos.
No pude evitar morderme el labio con fuerza, quizá demasiada, y justo entonces él se giró con bandeja en mano, emprendiendo de nuevo el camino hacia donde me encontraba.
No tardó en llegar hacia allí y sentarse frente a mí, sonriéndome de forma leve acto seguido.
Agarré mi taza de café y fruncí los labios también en una sonrisa leve, quizá algo forzada.

–¿Sigues yendo a terapia? –Se atrevió a preguntarme él.
–Sí. –Ni siquiera alcé la mirada del líquido oscuro que humeaba bajo mi rostro.
–No te hace falta, Alma. –Susurró él inclinándose un poco hacia mí y acto seguido sentí como presionaba sus labios contra mi frente de forma lenta.

No dije nada más, claro estaba que sí necesitaba terapia. A la semana de que Jared se llevase la última camisa de casa me diagnosticaron depresión después de que Alicia casi me llevara de la oreja al hospital. Si hubiese sido a la inversa yo también lo habría hecho. Llevaba dos días metida en la cama, alimentándome a base de oxígeno y saliva, bañada en mis propias lágrimas y enrollada en las sábanas en las que él había dormido por última vez, donde había derramado su último suspiro antes de mirarme a los ojos y decirme que se largaba con otra.
Necesitaba ir a visitar a Thomas de lunes a jueves si no quería terminar o con las venas abiertas o en el infrapeso.

–¿Qué tal con Verónica? –Le pregunté con «dos cojones» y alcé la vista al fin, clavándola esta vez en aquellos redondos ojos en los que me derretía.
–¿Qué más da? –Preguntó él frunciendo el ceño suavemente y ladeó el rostro muy suave.
–No sé… –Me encogí de hombros lentamente, volviendo a atrapar mi labio inferior entre mis dientes sin tan siquiera ser consciente de ello.
–¿De verdad quieres saberlo? –Alzó una mano para acariciarse el mentón con las yemas de los dedos por escasos segundos.
–No. –Tragué saliva y me dispuse a tomar de mi taza un sorbo del café.

Vi como asentía lentamente mientras dirigía la vista a su taza de capuchino.

No estoy segura de si eran mis intensas ganas de ello, o si realmente Jared no parecía estar tan feliz como decía con Verónica.
Siete años de matrimonio me habían dado para aprender un par de cosas de Jared, una de ellas la ponía en práctica muy a menudo cuando hablábamos. Solía carraspear la garganta muy bajo cuando deseaba decir algo pero no podía y conmigo lo hacía continuamente. Lo acababa de hacer.
Posiblemente estaría pensando en decirme: «Ni te imaginas lo bien que la chupa, Alma», pero seguramente habría pensado en la posibilidad de que intentara hacer cualquier barbaridad y por ello carraspeaba de aquella forma.
Mi relación con Jared era un tanto… incómoda desde mi perspectiva.
Es como si cada vez que nos mirásemos o interactuásemos algo en mi cabeza parpadeara recordándome que me había acostado cientos de veces con aquél hombre, que había sido testigo primario de sus embestidas y primera audiencia de alaridos de placer casi guturales que resonaban más allá de la lluvia nocturna.

Todo aquello hacía que hablar con él fuese un poco más vergonzoso, quizás demasiado tentador o tal vez jodidamente anhelante. 


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JARED.

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