Jared… Jared, Jared, Jared,
Jared…, es
lo único que alcanzaba a procesar mi mente.
Su nombre.
Siempre era su nombre,
joder.
¿Y
él? ¿Él qué?
Seguramente
se encontrará metido en la cama en este preciso momento con aquella… sí,
aquella que se hacía llamar ‘mi mejor amiga’. La que me aconsejaba a espaldas
de mi marido que tirara la toalla, que aquello no era sano para mí.
Y una mierda.
Ella
fue el veneno que corrompió nuestro matrimonio, nuestra relación. Le amaba…
realmente lo amaba… Y él… ¿él qué? ¡¿qué?!
Caminé
despacio por la avenida, haciendo el intento desesperado de encogerme lo máximo
posible. Lo máximo para evitar chocar el hombro de nadie que se cruzara
conmigo.
Día
a día evitaba el contacto físico con cualquier persona a la que no fuera
necesario tocar, y a tener en cuenta lo molesto de que te griten al oído "¿Está
ciega? Mire por donde va", aún con más razón me encogía de tan exagerada
manera.
Aquí
la gente no saludaba, no sonreía, se limitaban a caminar raudos calle arriba y
calle abajo con las miradas puestas en sus smartphones o en sus propios
zapatos, quizás aprendí de ellos o quizás me amargué. La segunda opción, la más
acertada. Jared se llevó consigo la felicidad, el sentido del humor y en
general, las ganas de vivir que me quedaban a su apartamento de lujo en pleno
centro de la ciudad.
"No
lo necesitas, eres fuerte, Alma", me decía Alicia, que se daba cuenta de que me
iba apagando, día tras día, cada día más. Alicia… ella sí había estado ahí para
tragarse mis noches en vela, mis pesadillas y para ayudarme a limpiar aquél
estropicio de apartamento que, más que un apartamento, parecía un contenedor de
celulosa y mocos, y alguna que otra lágrima absorbida.
Parecía
tan sencillo… desaparecer y no mirar atrás, dejarlo todo… hasta los recuerdos.
Incluso a él.
No podía.
Definitivamente
no, no podía. Por dos razones; porque lo amaba y porque amaba mi trabajo. ¿Por
qué amaba mi trabajo? Porque lo veía cada día. Tenía la oportunidad de hablar
con él aunque solo fuesen un par de minutos. Menos que antes pero mejor que
nada.
Me
posicioné justo en el umbral de la magnífica puerta de madera francesa, robusta
e impoluta. Parecía que si por allí decidía pasar un huracán, el mismo sería
capaz de arrancarlo todo a su paso y aquella puerta seguiría allí, colocada en
su respectivo marco. Siempre se había imaginado la situación, era agradable
imaginar algo ajeno a la media melena rubia portadora de ojos azules.
Definitivamente lo era.
Un
sonriente Thomas me recibió como de costumbre en la puerta de su consulta. Solo
tenía que subir dos pisos en aquél ascensor compuesto casi en su totalidad de
cristal que tanto vértigo me producía.
Aquel
cosquilleo en el bajo vientre que la adrenalina me producía al ascender en
aquella ‘caja de cristal’ solo se asemejaba a la sensación producida por el
roce de labios añorados al final de una jornada laboral, o mismamente después
de haber derrochado amor en forma de sudor sobre las sábanas, sí. Podría
decirse que aquel cosquilleo se asemejaba a algún otro que había sentido tiempo
atrás. Un ‘tiempo’ no demasiado lejano para ser lo suficientemente doloroso.
–Buenas
tardes, Alma. –Me saludó el apuesto terapeuta de ojos verdes, agarrando mi mano
como de costumbre para depositar un suave beso sobre los nudillos.
Aquello
me hizo esbozar una sonrisa leve, demasiado leve, casi imperceptible.
Siempre
conseguía hacerme sonreír, aunque fuese de aquella forma tan… paupérrima.
Thomas
era agradable, cortés y realmente alegre. No encajaba en aquella ciudad… quizás
tampoco en aquél continente. No encajaba con nadie en aquél lugar.
Aunque
apenas sabía de él porque, como decía; ‘Estábamos ahí para hablar de mí’,
sentía una agradable sensación de confianza cuando interactuábamos. Quizá el
hacerme sentir así formaba parte de su trabajo, o quizá, simplemente él era así
de… excesivamente feliz.
Una
vez él me invitó a pasar a su consulta, crucé el umbral de la puerta y me
dirigí, como de costumbre, hacia el mullido sofá de cuero rojizo que adornaba
un rincón del amplio y elegante habitáculo donde nos encontrábamos.
Aquél
lugar siempre olía a profesionalidad mezclado con un leve aroma a perfume
masculino de más de setenta euros, y quizá también podía detectar el olor de
los cientos de libros que adornaban una pared de la consulta en su respectiva
estantería. Sin duda un olor realmente agradable. Siempre había pensado en que
si me aproximaba al psicólogo y hundía el rostro en aquella camisa blanca
impoluta, el aroma que podría captar sería idéntico al del ambiente de su
consulta.
Thomas
se sentó en el filo del sillón rojizo que se encontraba frente al mío, ambos
del mismo diseño. Lo hacía de aquella manera para no denotar una actitud pasiva, lo sabía de sobra. Sentado así, erguido y escrutándome como si la vida
le fuese en ello, conseguía realmente que sintiera que le interesaba
escucharme, escuchar la misma historia cada día que allí iba. Asentía ante
cualquier dato que añadía al relato y a veces, sólo a veces era consciente de
cómo apretaba la mandíbula por escasos segundos al percibir los temblores de mi
voz, casi rota, en las ocasiones en las que casi echaba a llorar.
–Bueno,
Alma, ¿cómo lo has pasado esta semana? ¿Hiciste lo que te dije? –La voz grave y
afable de aquél hombre me sacó de mis pensamientos de forma casi mecánica.
–Al pie de la letra.
______________________________________
THOMAS. |
No hay comentarios :
Publicar un comentario